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España, o el triunfo de la Gironda.

Actualizado: 13 mar 2020

Por Javier Otaola.


Soy de esos que piensa que el período político, social y económico vivido por nuestro país en el período abierto por nuestra Constitución de 1978 es el momento histórico, desde hace al menos dos siglos, en el que hemos demostrado la mayor inteligencia colectiva y hemos logrado como nación, a pesar de las naturales limitaciones, la más larga y fructífera época de entendimiento, libertad política, desarrollo social y progreso económico. Sería pecado de lesa patria que después de estas cuatro décadas de progreso, por egoísmos sectarios, miopía moral y política no fuéramos capaces de dar continuidad a esos logros garantizando un futuro en la misma senda constitucional y afrontando las reformas precisas para asegurar y mejorar todo lo que de bueno hemos logrado.

Lo dicho no es incompatible con el reconocimiento de que algunos problemas políticos llaman perentoriamente a nuestras puertas, pero no tenemos que dejarnos intimidar por ello, vivir es en definitiva tener problemas, y atreverse con ello, a saber: padecemos un penoso encanallamiento del discurso político, efecto contagio del encanallamiento global que nos viene del trumpismo, y hay síntomas de cansancio institucional que nos obligan a asumir en serio la necesidad de una reforma federalista de nuestra Constitución, no para dar satisfacción a ningún partido en particular sino para mostrar al conjunto de los ciudadanos —al cuerpo electoral— que otro escenario político con posibilidades de consenso es posible.

La débil tradición liberal y democrática de nuestro país ha sido casi siempre —y mayoritariamente— de inspiración francesa y jacobina. Francia fue para generaciones de españoles el resumen y epítome de lo que significaba Democracia, era nuestra puerta hacia Europa. Eso fue especialmente cierto con la II República representada en gran medida por hombres y políticos como, Alejandro Lerroux, Fernando de los Ríos, Jimenez de Asúa o Manuel Azaña. Aun así el jacobinismo republicano no pudo menos que vérselas con la realidad de nuestro país y tuvo que buscar una fórmula política de compromiso que denominó Estado Integral, es decir un unitarismo integral en lo ciudadano y nacional que al mismo tiempo reconocía relevancia política a ciertos territorios: Catalunya, Euskadi, Galicia…

La Constituyentes de 1978 tuvieron más suerte y más sabiduría histórica que los de 1931. Felizmente la Europa de 1978 no era tampoco la misma que 1931 en la que la democracia parlamentaria era vilipendiada y combatida fanáticamente por ideologías totalitarias de derecha y de izquierda y la crisis económica de 1929 hacía estragos entre las clases medias y populares. Nuestra generación, en 1978 no estaba ya fascinada por el modelo jacobino francés que en el 31 parecía el único modelo a imitar, y descubrimos las virtudes pragmáticas del modelo de monarquía constitucional británico, los encantos de la socialdemocracia sueca, y el valor democrático de la minoritaria tradición revolucionaria francesa, afincada a orillas de río Gironde (—los ríos son femeninos en francés: la Gironda—. Girondinos no es solamente el nombre de un equipo de fútbol, ni solo un monumento votivo en la hermosa ciudad de Burdeos que recuerda el valor y el sacrifico de algunos federalistas franceses; los girondinos fueron un grupo de unos 175 diputados, demócratas y federalistas de los 749 que componían la Asamblea de la Convención que gobernaron Francia durante los años 1792 y 1793, antes de la implantación del Terror Revolucionario aplicado por Robespierre.

Los Girondinos fueron revolucionariamente demócratas y sin embargo federales.

En la Constitución de 1978 apalabramos una ciudadanía que la Dictadura nos había robado, pero no una ciudadanía republicana y jacobina, sino parlamentaria y circunstanciada territorialmente — o sea, federalista y girondina—.

La Constitución española de 1978, el desarrollo de su título VIII y la sólida jurisprudencia del Tribunal Constitucional han dado lugar al día de hoy a un modelo de Estado que podemos calificar como federal: la mayoría de los autores, juristas y politólogos de todo el mundo lo califican así. Vivimos en un Estado federal que no se atreve a llamarse a sí mismo por su nombre, y que precisamente por eso no es capaz de asumir de manera federal un reparto competencial eficiente, que asegure el autogobierno de los territorios y la coherencia de la federación, que implemente una financiación responsable y equitativa para todos los territorios, que nos permita apalabrar una lealtad federal que nos incluya a todos —o a la inmensa mayoría.

Para que la reforma federal de nuestra Constitución comience a abrirse camino como deseable y posible debemos abrirla a un amplísimo consenso izquierda/derecha, y para ello tenemos que dar prioridad a la cuestión del federalismo respecto de otros debates colaterales. La reforma federal no conlleva la revisión de la forma del Estado —hay estados federales monárquicos y republicanos— y no debe tampoco identificarse con unas posiciones ideológicamente de “izquierdas”. Paradójicamente, entre nosotros la vieja formulación del carlismo monárquico, poco sospechoso de izquierdismo, se reclama precisamente de la monarquía compuesta anterior a la Constitución de 1812 como una especie de federalismo tradicional.

El federalismo tiene que ser de todos o no será de nadie.

Como tiene escrito y bien fundamentado en antecedentes históricos, el profesor Alberto López Basaguren, la experiencia de la Constitución de 1978 y la historia de España nos demuestran que la Democracia y la salvaguarda de los autogobiernos territoriales están íntimamente unidas. No habrá entre nosotros autogobiernos territoriales que merezcan ese nombre sin una Democracia sólidamente asentada, pero también es verdad lo contrario: no habrá una Democracia que merezca ese nombre sin una estructura federal que reconozca y regule de manera efectiva sólidos autogobiernos de los territorios.

Vive la Gironde ¡




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