La Batalla de Vitoria y la tradición anticuaria en la ciudad.
Existe en la tradición vitoriana, quizá sin prueba historiográfica sobre el particular, que la importancia que ha tenido el comercio de antigüedades en la ciudad está vinculada con la batalla de Vitoria y con el gran botin que hubo de abandonar el Rey José en el campo de batalla próximo, del que se beneficiaron no solo los oficiales y soldados aliados sino también algunos osados vitorianos que bajo la protección de la noche y no sin riesgo para su integridad física se hicieron con algunos pecios de ese gran naufragio.
Se calcula que el botín que el rey José Bonaparte se llevaba a Francia, era gigantesco. Se ha estimado en unos 100 millones de dólares de 2006 entre oro, plata y otras obras de arte. Incluía importantes pinturas de Velázquez, Rafael, Tiziano, Correggio, Murillo, Rubens, Van Dyck entre otros.
Wellington recibió del rey Fernando VII licencia para quedase gran parte de los cuadros que formaban el tesoro de José Bonaparte, y que actualmente se exhiben en el palacio Apsley House de Londres.
En la actualidad, existe un monumento en la plaza de la Virgen Blanca, en el centro de Vitoria, que conmemora esta Batalla en la que llegaron a luchar varias mujeres, entre ellas a Agustina de Aragón y la guerrillera y bandolera vizcaína Martina Ibaibarriaga bjo el mando de Francisco de Longa.
Carlos Solana. - Anticuario instalado en la calle Correría de la ciudad medieval de Vitoria. ( La inocencia del asesino)
“Los bargueños eran la especialidad de Antigüedades Solana; había llegado a vender más de cuarenta: castellanos, holandeses, damasquinados de Granada, taraceados en hueso y marfil, italianos, en maderas rojas, con columnas torsas simulando puertas barrocas, bargueños de Toledo en roble y en nogal; además podía presumir de una buena colección de relojes y carillones; le gustaban los buenos relojes de mesa y de pared; conservaba como una de sus piezas más queridas —de esas que siempre se había negado a vender —un reloj bracket inglés del XIX con caja de madera de ébano y aplicaciones de bronce dorado y calado. Era un reloj con esfera grabada y firmada nada menos que por John Robinson, de Londres, una joya salida de la mano de ese aristócrata de la relojería, de ese artista de la mecánica, capaz de someter el tiempo al tic-tac de sus artilugios. Un reloj con una sonería deliciosa —a las horas, medias y cuartos —que marcaba los primeros acordes del God save the Queen. En algunos momentos oscuros, cuando todo parecía hundirse a su alrededor esos acordes le habían devuelto la esperanza, esa música tenía la justa majestad, la alegría y la melancolía necesarias para reconfortarle, ese himno le inspiraba una confianza inquebrantable en que —pasase lo que pasase en el mundo —Inglaterra siempre estaría ahí para acreditar que, a pesar de todos los pesares —que son muchos y variados —es posible una vida libre, esencialmente decente, un orden social respetuoso con la Ley, que puede equilibrar los razonables —y tan humanos —egoísmos, y los sentimientos nobles, el altruismo y el respeto mutuo: estaba en deuda con Inglaterra y con ese reloj. Carlos Solana sentía una antigua admiración por la rubia Albión; veía en ese país la tierra de la tradición, de la dignidad y de la libertad; consideraba a los ingleses, es cierto, inclinados a la piratería en todas sus formas, pero muy por encima de cualquier otro pueblo en lo que a sabiduría política y amor a la libertad se refiere; desde luego por encima de los alemanes, profundos y disciplinados pero siempre tentados por las soluciones extremas, tocados por la maldición del furor teutonicus; por encima de los italianos, sabios y estetas individualmente pero demasiado cínicos para construir nada colectivo, de los españoles en todas sus versiones, vitales y entusiastas pero propensos al dogmatismo y cainitas como Goya los pintara, y por supuesto también por encima de los franceses, gourmets et bon vivants, pero inclinados a la retórica revolucionaria, carentes del menor entendimiento de la tradición. El gusto por las poses revolucionarias le parecía un signo manifiesto de poco seso y de superficialidad intelectual: imperdonable. No se podía comparar la solemne majestad del himno inglés con la sangrienta cursilería de La Marsellesa. Su anglofilia se remontaba a varias generaciones familiares, no por casualidad el negocio de antigüedades de los Solana nació en tiempos de Herminio Solana “el viejo”. Gracias a la victoria sobre la francesada en la gloriosa Batalla de Vitoria de 1813, sus antepasados, y algunos otros intrépidos alaveses, se hicieron con una pequeñísima porción del botín del Rey José Bonaparte, que en su conjunto alcanzaba la golosa cifra de cien millones de dólares de oro de la época, compuesto de monedas, doblones, joyas y tapices, cuadros y muebles. Los avispados Solana se conformaron con lo suficiente para hacer un patrimonio, que sabiamente administrado había dado lugar a la saga de anticuarios de la que él era el último representante, pero ahora se sentía cansado, no le quedaba nada importante que hacer, pronto se jubilaría. «¿Podría sentir de nuevo la emoción del amor en su corazón reseco?» En todo caso siempre le quedaba su amor por Inglaterra, los ingleses contaban con buenas antigüedades, buenos muebles, buenos relojes, buenas armas, buenas instituciones; después de todo, su monarquía parlamentaria no era sino una especie de magnífica antigüedad en la que habían arraigado sus libertades civiles y políticas.”
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