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Diccionario subjetivo: Plaza roja.

Actualizado: 27 may 2020




“La Plaza Roja se imponía maciza y solemne sobre los pocos paseantes que se atrevían a deambular al atardecer por la gran explanada. Luis Raymond y Uliana Gorenko  era dos de esos paseantes. El aire fresco de la tarde moscovita le provocaba a Luis una intensa sensación. Al penetrar en sus pulmones le hacía sentir exultante, con una conciencia aguda de que estaba vivo y de que a sus cincuenta años podía soñar todavía con que lo mejor de su vida estaba por llegar. 

Los ojos de Uliana, de un azul grisáceo, le galvanizaban cuando su mirada se posaba sobre él; no podía imaginar su existencia sin esos ojos vivificadores. En el fondo de esos ojos encontraba una promesa de felicidad irresistible; era un sentimiento nuevo que le insuflaba un poder que pensaba perdido.

Envueltos por el viento frío proveniente de los Urales caminaban de la mano junto a los lujosos escaparates de los almacenes GUM.

No sentían la necesidad de hablar.

Estaban haciendo tiempo para la sesión de ballet en el Bolshoi. El sol agonizaba sobre la línea del horizonte; la luz eléctrica iluminaba el rojo de las murallas del Kremlin en exótica armonía con los vistosos colores de la Iglesia de San Basilio, con el mármol de la solitaria tumba de Vladimir Ilich Ulyanov, “Lenin”, con la ladrillería bermeja de los edificios circundantes.

Se dirigieron a la pequeña iglesia en la esquina de la calle Nikólskaya , junto a las puertas de la plaza. Había comenzado el culto ortodoxo de vísperas. Nada más entrar uno de los asistentes le indicó que debía descubrirse la cabeza y obedientemente lo hizo. La iglesia, de planta cuadrada, estaba rodeada por un pasillo con ventanas al exterior que recorría el perímetro en torno al espacio consagrado del templo, al que se accedía por tres puertas, una central y dos laterales. En los corredores laterales los feligreses escribían ruegos y peticiones en unos pequeños papeles amarillentos que depositaban junto a los iconos de su devoción.

En uno de los rincones del pasillo, en un pequeño mostrador, una joven vendía cirios de todos los tamaños y grosores, iconos, postales y pequeños libros, objetos devocionales sin especial valor artístico. Luis compró un tríptico de Nuestra Señora de Kazan del tamaño de un libro, y en su interior introdujo uno de aquellos papelillos amarillentos que utilizaban los devotos para escribir sus plegarias.

La pequeña basílica se encontraba completamente llena. Luis y Uliana podían ver a través de una de las puertas laterales el iconostasio y a todos los fieles reunidos en torno a los celebrantes. Sonaban las voces limpias de un pequeño coro mixto, que acompañaban la liturgia con el canto de un aleluya dulce e hipnótico, un canto que se repetía rítmicamente después de cada una de las invocaciones. El aire cálido del interior contrastaba con el aire desapacible del exterior, un fuerte olor a incienso aromatizaba el recinto y la luz de las lámparas y de las velas creaba una sensación de dorada irrealidad.

Luis no entendía aquel ritual eslavo y sentimental, ni comprendía aquellas salmodias en ruso eclesiástico que hablaban de amores sagrados y de redención, ni participaba de aquella devoción embriagadora, pero había algo en ese espectáculo que le producía un sentimiento placentero; una oleada de felicidad le hizo cerrar los ojos y saborear la sensación del momento.

-Uliana…-musitó.

Le asaltó el deseo de un beso largo y profundo, un beso sagrado, como el recinto en el que se encontraban, un beso que les uniera para siempre.” As de Espadas

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