"Las credenciales son esos documentos que dan crédito de nuestra identidad, pero son también aquellas cosas que creemos, y que asimismo dan cuenta y razón de nuestra identidad."
Nihil decet sine Minerva Los presupuestos de aquello que hacemos, lo que explica nuestra conducta es invisible: la intencionalidad. Nuestras acciones tienen intencionalidad porque son el resultado de una interpretación de la realidad sobre la que actuamos; presuponen por lo tanto unas determinadas credenciales. La intencionalidad de nuestros actos se construye con el material de nuestros deseos pero a partir de nuestras creencias y expectativas. Ortega y Gasset distinguiría aquí, de un lado, entre las creencias en sentido fuerte: que son aquellas convicciones de las que, como el suelo bajo nuestros pies, ni siquiera somos conscientes, y de otro lado, las ideas y las opiniones. En aquéllas estamos, éstas las tenemos.
Las credenciales son esos documentos que dan crédito de nuestra identidad, pero son también aquello que creemos, y que asimismo dan cuenta y razón de nuestra identidad. Hoy sabemos que ese universo virtual de las ideas y creencias no es por ello menos real: nuestras ideas religiosas, políticas; nuestras metáforas del mundo, conforman el mundo y se dejan conformar por él, al menos en la misma proporción. Más aún, desde el punto de vista personal, la intuición de Ortega, me parece la más verdadera: la vida humana, en su sentido biográfico y no biológico es radicalmente credencial. Es decir que no es inteligible nuestra vida, su argumento, sin tener en cuenta su instalación credencial. (Julián Marías).
Nuestro mundo mental de creencias, ideas y apariencias es, por otro lado, como un árbol de inervaciones que forma parte de nosotros; en cierto modo, como un órgano o un instrumento que nos sirve para entendérnoslas con la realidad de las cosas. Es el “software” de nuestra vida. El problema de esto es que personalizamos muchas veces nuestras creencias e ideas, e interpretamos las críticas, a nuestras ideas como un ataque personal, y resulta así que nos duelen, como a D. Miguel de Unamuno le dolía España. Esa crítica que nos duele es sin embargo la que pule y afirma nuestros conceptos y los hace, cada vez, más hábiles para entendérnoslas con la realidad.
Xavier Zubiri , que no es sospechoso de anticristianismo, decía que Europa se construye sobre la base de cuatro fundamentos que de alguna manera son nuestras credenciales: la filosofía griega, el derecho romano, la religión cristiana y la ciencia moderna.
Esos cuatro fundamentos no se dan además de una manera pacífica sino que se manifiestan con tensiones y contradicciones entre sí. Para empezar la filosofía griega es evidentemente de raíz pagana y pre-cristiana, lo mismo que el Derecho Romano, por otro lado religión cristiana y catolicismo no son universos idénticos: el cristianismo es una realidad espiritual plural ( además del catolicismo, el cristianismo se manifiesta en el Luteranismo, Calvinismo, la Ortodoxia y el Anglicanismo) y ese pluralismo es en ciertos aspectos sustantivos contradictorio, y finalmente el surgimiento de la ciencia moderna se ha hecho no sólo al margen de las iglesias sino en gran medida en contra de ellas (Copérnico, Galileo, Servet, Darwin, Freud…) . Con lo que tenemos que nuestras raíces son en efecto cristianas y no cristianas al mismo tiempo y en diversas proporciones.
Por otro lado la laicidad como fórmula para la gestión de la pluralidad de credenciales es una idea muy cristiana, que ha nacido en países sociológicamente cristianos. No hay en ninguna otra de las grandes religiones de la Humanidad una referencia escrituraria tan laica como esa declaración del evangelio: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
El problema de la idea de laicidad y su mal conocimiento público, nace, además de por el activismo católico-romano en la defensa de algunas posiciones de privilegio, también de una debilidad conceptual propia y es que la laicidad no ha sido definida conforme a su verdadera naturaleza de regla de convivencia democrática y como fórmula de construcción de una verdadera ciudadanía política sino que ha sido entendida por muchos laicistas “desde el ateísmo”, es decir como una especie de fobia a la religión, en el mejor de los casos como un ateísmo "indulgente" con la religión. Creo que es imprescindible propugnar una laicidad que convoque a todos, y no solamente a los ateos o agnósticos, es decir una laicidad que no se manifieste como una opción metafísica encubierta, como una “religión negativa subyacente” en concurrencia con otras religiones, sino como una fórmula cívica y por lo tanto estrictamente neutral en términos metafísicos, y sólo beligerante en el ámbito de lo político, una laicidad como estrategia para la libertad, una laicidad abierta a la religiosidad personal y social pero que pretende un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, una laicidad estratégica para establecer un poder público al servicio de los ciudadanos personalmente considerados y en su condición de tales y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa.
La laicidad necesaria es a mi juicio la que propugna el gran profesor italiano Norberto Bobbio : “El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido”.
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