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Dualéctica cainita de la fraternidad, por Javier Otaola



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La indisoluble dualidad del alma humana está representada en la magnífica novela de Robert Louis Stevenson El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde. publicada por primera vez en inglés en 1886, que trata acerca de un abogado, Gabriel John Utterson, ¿quién mejor que un abogado para interesarse por la complementaria ambigüedad del bien y del mal? El tal Gabriel John, investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, un hombre corpulento, amable y bien educado, con otro ser, extraño, mal encarado, de pequeña estatura, misántropo Edward Hyde. La novela está inspirada en un trastorno psiquiátrico que comenzó́ a estudiarse en el s.XIX que provoca que una misma persona pueda tener dos o más identidades con características únicas, originariamente denominado trastorno de personalidad múltiple, hoy, llamado TID trastorno disociativo de la identidad. Pero la novela no plantea una cuestión médica sino un problema moral y psicológico relacionado con la dualidad Luz/Oscuridad, Bien/Mal que anida en la psique profunda de todos los seres humanos, y que, como la novela alega, no son separables sin la destrucción de nuestra condición humana.

            Esta tensión entre Luz/Oscuridad no se produce sólo en el ámbito de la conciencia individual, como se representa en la historia fratricida de Caín y Abel. No sólo la psique individual es dual y contradictoria, también los afectos sociales contienen en sí mismos una dualidad de sentimientos en conflicto: amor y despecho.

            La fraternidad humana implica de un lado la consideración de la radical igualdad del genoma humano, que no es sino una y universal especie desde los esquimales a los tuaregs, desde los indios del altiplano a los pastores de los highlands. Esta proclamación se opone a la de aquellos que rompen la catolicidad de lo humano, herederos de Bonald, de Maistre, o del pre-romántico Herder, que rechazan esa unidad, reconociendo más bien una diversidad de "humanidades" que se manifiestan en razas, idiomas, y mundos simbólicos diferenciados y en última instancia incomunicables. Desde esta perspectiva, etnológica, casi zoológica, no cabe una palabra que pueda dirigirse "urbi et orbe" a todos los hombres; no hay sencillamente hombres sino manifestaciones más o menos individuales de una u otra variedad de etnia ó cultura.

            El relato bíblico de Caín y Abel probablemente es trasunto de un viejo y originario conflicto sangriento entre los pueblos agrícolas, sedentarios, que cultivan la tierra y se apropian de ella marcándola con vallas y murallas contra los pueblos nómadas, ganaderos, trashumantes que con sus animales invadían o dañaban las cosechas de los agricultores. La historia de Caín & Abel muestra que es un error pensar la fraternidad como un sentimiento espontáneo e inequívoco de efusividad y afecto libre de ambigüedades como si pudiera haber algo humano que no estuviera tocado de ambigüedad.

            La aceptación de la fraternidad implica sentimientos, pero los sentimientos están siempre llenos de peligros. En palabras de Alain Finkielkraut: "...por mucho que desde este momento seamos - ¡y con qué ardor!: Demócratas, antinazis, antitotalitarios, antifascistas, y antiapartheid, no hemos aprendido a desconfiar de la sonrisa beatífica de la fraternidad».

            Desconfiar de "la sonrisa beatífica de la fraternidad" es entenderla en su verdadero sentido, reconocer su sentido cálido y luminoso, pero también su aspecto bronco y conflictivo, es entenderla y asumirla con su sombra y sus antinomias. Dicho con otras palabras, la idea de fraternidad es precisamente más necesaria allá donde no es espontánea, allá donde no nace del difuso amor a la etnia, a la tribu, a la clase social, a la comunidad lingüística. Lo sencillo para un serbio es entender la fraternidad con los serbios, pero no con los croatas, para un israelí́ lo fácil era asumir la fraternidad entre los israelíes —que se consideran miembros nada menos que una etnia predilecta por el Creador del Universo— pero no con los palestinos y así sucesivamente. El ardor guerrero de esa fraternidad nacionalista, cerrada y belicosa que lleva siglos ensangrentando la Tierra nos obliga a repensar otras alternativas de sociabilidad humana. Una sociabilidad que se conforme mejor con la conciencia crítica de nuestro siglo XXI. Una mayor consciencia y un conocimiento más profundo de nuestra ambigüedad afectiva, no son incompatibles con el valor programático de la fraternidad, al contrario, nos exige hacernos cargo de la totalidad de la realidad, contemplándola desde sus cuatro costados.

            El siglo XX, el siglo del Progreso nos ha dejado una historia llena de violencia y destrucción... por ello en este s. XXI nuestro optimismo respecto de la fraternidad humana es más cauto, más esforzado y menos complaciente... nuestra fraternidad es una fraternidad responsable y no ingenua, no en un ciego humanismo de la "compatibilidad", ni tampoco el falso y homicida humanismo de la "incompatibilidad", sino en un humanismo consciente, un humanismo que asume el "conflicto". El reconocimiento de la discordia es el reconocimiento de la misma sociabilidad humana, pero una discordia concordante, delimitada por unas lindes morales y jurídicas que no podemos ignorar, una Discordia Concordante.

            Dice Alain Finkielkraut "...la humanidad deja de ser humana desde el momento en que no hay lugar para la figura de enemigo en la idea que ella se forja de sí misma y de su destino. Lo que significa, por el contrario, que el angelismo no es un humanismo, que la discordia, lejos de ser un error o un arcaísmo de la sociabilidad es nuestro bien político más preciado, y que la excelencia de la democracia, su superioridad sobre todas las demás formas de la coexistencia humana reside precisamente en el hecho de haber institucionalizado el conflicto inscribiéndolo en el principio mismo de su funcionamiento". — O sea, Discordante concordia o Concordia discordante.

 

 

 

 
 
 

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