El sacerdote católico-romano más insigne de la literatura policíaca es el Padre J. Brown. Es un personaje de ficción creado G. K. Chesterton (1874-1936). y protagonista de unas magníficas historias cortas recopiladas posteriormente en cinco libros. Para crear este personaje Chesterton como él mismo reconoce se inspiró en el Padre John O'Connor (1870-1952), que tuvo cierta intervención en la conversión al catolicismo de Chesterton en 1922.
Don Salvador es un personaje de la novela As de Espadas. En este caso y a diferencia del Padre Brown, el cura no es el detective sino que es uno de los involucrados en la investigación. En mi caso también existe un recuerdo personal de un sacerdote del Opus Dei que conocí en una época en que la actividad proselitista de la Obra fue muy intensa entre ex-alumnos de colegios religiosos de Bilbao.
Don Salvador es un sacerdote del Opus Dei, un cura, en lenguaje coloquial, que se ve envuelto sin quererlo en una investigación policial llevada a cabo por la inspectora de la Ertzaintza, —Felicidad Olaizola— en la Casa de Retiro Santa Isabel en las proximidades de Bilbao, cuando convoca a un grupo de amigos de la juventud a un retiro espiritual de unos días con motivo de encontrarse todos ellos en el momento de cumplir la cincuentena. Esos amigos que en sus años de juventud compartieron con Salvador Aparicio su fe católica se han convertido en hombres encallecidos, completamente absorbidos en sus intereses mundanos.
Como autor no pretendo ni condenar ni absolver a mis personajes, simplemente, trato de verlos desde el punto de vista que permite comprenderlos mejor, y trato de respetar la libertad que cada uno de ellos tiene para ser lo que es. Como narrador tengo predilección por el estilo libre indirecto, no siempre lo utilizo pero siempre asumo la mirada y la lógica discursiva del personaje.
Don Salvador.
“¿Por qué me amas?” se preguntó Don Salvador Aparicio mientras besaba con temor reverencial el altar de la pequeña capilla en la Casa Santa Isabel, escondida entre los bosques de Loiu.
Se había vestido litúrgicamente de acuerdo con el tiempo pascual y lucía una casulla de un blanco nacarado, decorada con flores, bordadas de oro y grana.
La Capilla estaba inmersa en un silencio sepulcral.
Eran las seis y cuarto de una mañana de mayo que amenazaba lluvia sobre el golfo de Vizcaya.
—¿Por qué me amas, Señor? —repitió la pregunta, en voz alta, rompiendo el silencio de la capilla.
Don Salvador contemplaba la hostia que acaba de consagrar y que sostenía en sus manos. Unas manos cuidadas y levemente bronceadas que resaltaban la blancura inmaculada de la sagrada forma. Inclinado sobre el altar un rubor intenso le coloreaba el rostro, como si la presencia invisible y mística de Cristo agitara toda su sangre. Aquel día cumplía cincuenta años, veinte de sacerdocio. Una edad de plenitud sólo empañada por una primera señal de decrepitud, un sordo dolor en la espalda que le acompañaba desde hace unas semanas, secuela de una antigua lesión lumbar, de cuando fue jugador de rugby.
Años atrás, él y un grupo de compañeros con los que en su época de estudiante había mantenido una entrañable amistad, se conjuraron para reunirse bajo su dirección espiritual -cualquier cosa que eso fuer— y llevar a cabo un retiro en el que cada uno haría repaso del camino recorrido hasta esa inquietante edad, y todos se examinarían de sus logros y fracasos.
“Es posible alcanzar los cincuenta años con algunos éxitos, pero es imposible en cualquier caso que ni en la más exitosa de las vidas no se haya filtrado el humo amargo de la frustración”. Ese pensamiento era una convicción antigua y sincera de Don Salvador, era quizá una de las razones de su vocación como sacerdote. Nada humano le parecía lo suficientemente hermoso y grande como para dedicarle todo su corazón. Era preferible el anhelo, nunca saciado, de algo infinito y eterno antes que el logro, fatalmente insatisfactorio de una realidad por fuerza mediocre.
Cuando él y sus amigos se emplazaron, la fecha de sus cincuenta aniversarios se perdía en la lejanía del horizonte y apenas podía creerse que en algún momento llegarían a tener medio siglo de vida sobre la Tierra.
Muchas cosas habían ocurrido que podrían haber dejado sin valor esa peregrina promesa, pero aquella convocatoria lanzada contra el tiempo tendría lugar: Salvador Aparicio se había empeñado en que lo tuviera. No había querido olvidar la palabra dada por sus compañeros. Como sacerdote, además de como amigo, tenía especial interés en reunirse con ellos, mirar juntos su pasado y lo que quedara de su futuro. En los últimos meses sus esfuerzos habían estado dirigidos a vencer las resistencias tácitas o expresas que le habían opuesto y propiciar la materialización de aquél retiro en Santa Isabel.
No le habían dolido prendas para utilizar algunas de sus relaciones y presionar con más o menos delicadeza a algunos de los asistentes. La mayoría de ellos le debían favores: La santa coacción.
Salvador esperaba con ansiedad ese momento del reencuentro con los testigos de su juventud; también le acompañaba un vago temor -temor a la decepción- por la inevitable erosión que el tiempo y el cinismo de la edad suponía habrían causado en los que fueron, y lo serían para siempre, sus mejores amigos; ansiedad por la felicidad que sabía que reviviría con el recuerdo de aquellos afectos juveniles que durante unos días volverían a unirles.
Como sacerdote había renunciado al amor de una mujer y de los hijos de la carne; no lo lamentaba. Se consideraba bien instalado en su consagrada soledad y además se había entrenado concienzudamente para encontrar en su sacerdocio todas las satisfacciones que necesitaba. Mantenía un benévolo recuerdo de su única experiencia sexual, idealizada por el tiempo a pesar de haber sido pecaminosa, torpe e inexperta. Pronto había dejado atrás la idea de una vida familiar. Había renunciado a los placeres de la carne en favor de los gozos del espíritu; había renunciado incluso a la sociabilidad ordinaria y a las amistades de la vida profana; toda su afectividad se había invertido, sublimada, en su función sacerdotal que le permitía ejercer como medium y vehículo de una Gracia de la que se sabía indigno guardián. No estaba seguro de hasta qué punto su aislamiento clerical le había separado de sus compañeros, y hasta qué punto estos podrían estar maleados por el Mundo. No estaba seguro de nada, pero tenía confianza en que sucedería lo mejor.
Se daba cuenta de que sus afectos más humanos -demasiado humanos- se habían arraigado precisamente en aquellas amistades juveniles con las que había vivido los únicos años turbulentos de su vida. Su juventud resultó un tiempo apasionado y pagano que inevitablemente sería revivido por la presencia de sus amigos. Rezaba, concentrada y piadosamente:
—Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! "
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