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De la crítica y la amistad civil, por Javier Otaola



De la crítica y la amistad civil

En medio de tanta confrontación, es esencial salvaguardar con esmero los escasos momentos para el consenso

Javier Otaola EL CORREO Viernes, 19 de abril 2024.


Durante mi estancia de Semana Santa en Cádiz, leyendo a mi admirado Enrique García-Maíquez, de quien discrepo a fondo en tantas cosas pero al que siempre leo con interés, he dado con una de sus lecciones magistrales -'Se meten conmigo (o con usted)', 'Diario de Cádiz', 2-4-24- en la que elogia, con acierto, la crítica sincera, ya sea personal o política, que no debemos temer aunque nos pique en nuestro amor propio, ya que nos permite afinar nuestro pensamiento y acercarnos a una verdad cada vez más ajustada a la realidad de las cosas y del mundo.

Estoy muy de acuerdo con su reflexión porque, como Enrique García- Maíquez, pienso que la amistad civil es un tesoro que debemos conservar y dar en herencia a nuestros hijos e hijas, es el cemento de nuestra sociabilidad política, es el aire mismo que hace posible la paradójica concordia discordante que es la atmósfera natural de la democracia parlamentaria y de las sociedades libres.

Esa amistad civil precisa, como nosotros necesitamos el oxígeno para vivir, de un ámbito en el que se puede discrepar y discutir incluso apasionadamente, admitiendo cada uno de nosotros que nuestras opiniones, nuestros gustos e inclinaciones, nuestras convicciones más preciadas incluso, no pueden gustar a todo el mundo, ni siquiera hace falta que así sea, basta con que respetemos el espacio civil de cada uno para pensar y convivir como se debe vivir en una sociedad libre y plural: apalabrando entre todos una conversación sincera, que puede ser crítica e incluso inmisericorde, como una esgrima de razones, pero como una esgrima entre damas y caballeros, con deportividad.

[Proclamación de la Constitución de Cádiz de 1812]


La reivindicación de esa amistad civil es, en nuestro caso, necesariamente reivindicación de nuestra feliz Constitución de 1978, como el proyecto democrático y liberal más inclusivo, más estable, más constructivo que hemos sido capaces de articular en los últimos dos siglos, que nos ha dado el más largo y fructífero período de libertades públicas y de progreso de nuestra historia contemporánea.


Me inquieta observar cómo el lenguaje político entre nosotros está cada vez más lleno de exageraciones, aspavientos y metáforas guerreras o escatológicas, zoológicas o médicas, casi siempre violentas, que trasladan a los debates verbales la emocionalidad y la carga moral de los actos guerreros: los conflictos se disfrazan de 'luchas y batallas'; los debates se convierten en 'duelos' o 'combates'; las decisiones son 'quirúrgicas'; las sentencias judiciales 'varapalos'; destituir es 'cortar o guillotinar cabezas'; las contradicciones no son simplemente discrepancias sino 'arremetidas', 'ataques' o 'asaltos'; una opinión discrepante se muta en un 'cáncer', un 'bramido', un 'torpedo', en un 'pulso', en un 'palo'.




El lenguaje político está cada vez más lleno de aspavientos y metáforas guerreras

Parece que entre nosotros se ha generalizado la idea de que toda solución eficaz tiene que ser 'contundente', no inteligente, ni firme, ni incisiva, sino contundente como un mazazo. Nuestro lenguaje político desvela un fondo de referencias cargadas de tosquedad y de violencia verbal, como si en vez de una sociedad compleja y desarrollada fuéramos todavía una sociedad de arrieros y destripaterrones.





El lenguaje y el pensamiento metafórico son seguramente ineludibles, ya que es una manera rápida y eficaz de representar de una forma sencilla cuestiones que son complejas, pero se trata también de una estratagema para ocultar o exagerar la realidad de las cosas. Y ya nos advirtió el maestro Julián Marías de que exagerar es en definitiva mentir.


Nuestro siglo XXI y nuestras complejas sociedades democráticas, tecnológicamente avanzadas, precisan de nuevas metáforas que reflejen mejor la realidad y que no inciten a la simplificación, al odio ideológico y a la ceguera moral, a sabiendas siempre de que las metáforas no son sino una manera hiperbólica de hablar de la realidad.


La tensión dialéctica constitutiva de la democracia, con las constantes confrontaciones electorales que avivan el sectarismo partidista, necesita -para sobrevivirse a sí misma y perdurar- sabias liturgias institucionales que alimenten la amistad civil y visualicen la concordia y la unidad más allá y más profunda que las disputas coyunturales. Hay ya muchos

momentos para la confrontación, razón por la que es esencial salvaguardar y cuidar con esmero los escasos momentos para el consenso.



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