Intentar rememorar lo que he hecho estos dos primeros días de esta semana de confinamiento es tarea ingrata; porque sin las rutinas de mi vida laboral, sin los encuentros con amigos que sazonan la semana, la masa del tiempo se hace amorfa e indistinta. Incluso el orden de las comidas que podría ser un orden alternativo comienza a desdibujarse en la memoria, y eso que Icíar es muy estricta con ese asunto. Me quedan como referentes las visitas al correo electrónico de mi trabajo en busca de alguna novedad o de alguna tarea encomendada pero son poca cosa y apenas consumen una hora de mi tiempo diario.
Lo único que puedo recordar es la presencia constante del libro de Peter Watson entre mis manos: La edad de la nada. El mundo después de la muerte de Dios. En realidad es un libro que ya tenía casi leído, de las ochocientas páginas que lo componen mi marca de lectura llegaba hasta la 720. Lo adquirí al poco de su publicación en español, creo que fue un regalo de Reyes Magos y lo comencé a leer en enero de 2015. ¡Qué tiempos aquellos¡ No llegué a concluir su lectura en aquél momento porque aunque se trata de un libro apasionante, me iba percatando de que según avanzaba iba envolviéndome el alma una pátina de melancolía.
El libro es desde luego un dechado de erudición pero no es nada tranquilizador, te deja un sabor a ceniza en la boca, después de plantear con crudeza cómo la muerte de Dios, —de cualquier clase de Dios, trascendente o inmanente—, conlleva necesariamente la muerte de cualquier concepto de verdad, Nietzsche niega también la idea de un mundo objetivo: "No hay verdades, hay interpretaciones". A partir de ese momento los ámbitos de relación no pueden fundamentarse en cuestiones de verdad, sino o bien en la pura fuerza de las Voluntades de poder que se confrontan por hacer prevalecer su "interpretación" o, en el mejor de los casos, en técnicas jurídicas que pauten los ámbitos en que cada uno puede hacer uso de su propia verdad y perspectiva, respetando aquellos otros en los que el interés político general se debe imponer sobre cualquier verdad particular.
El libro de Watson amplifica la resonancia de lo que Paul Ricoeur llamó en 1965 los Maestros de la sospecha, esos filósofos que nos quitan el suelo de debajo de los pies y nos señalan lo problemática que es la posibilidad misma de suponernos una autoconciencia mas o menos libre.
Freud introduce la sospecha de que en realidad lo que llamamos nuestra autoconciencia no es sino el resultado de las tensiones inconscientes de nuestras estructuras psíquicas elementales: el Superyo, el yo y el ello. Somos una gota de autoconciencia en un mar de inconsciencia. Marx introduce la sospecha por otro camino: no somos realmente sino el resultado de los conflictos de intereses derivados de las fuerzas económicas, lo que creemos nuestra autoconciencia es solo un reflejo subjetivo de esas fuerzas en función de nuestra posición en relación con los medios de producción. Y Nietzsche va más allá, no somos mas que pura voluntad de poder, que no es sino fuerza o debilidad vital no se soporta sobre ningún fundamento que no sea ella misma, estamos en el vacío y sólo nos sostenemos sujetándonos a nosotros mismos levantándonos por las solapas.
Ahora, en medio de esta pandemia que ha trastocada tantas de nuestras seguridades vuelvo al libro La Edad de la Nada, para concluir su lectura y hacer una reflexión propia a partir de las conclusiones de Peter Watson.
Ya os contaré.
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