Kant, o la ilustración como permanente tarea
El 300 aniversario del nacimiento de Enmanuel Kant, el filósofo ilustrado por excelencia, es una buena ocasión para hablar de Kant y de su comprensión del proyecto ilustrado: «La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad, de la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro».
La Ilustración, en efecto, puede definirse como una época histórica determinada, pero también como un empeño permanente de los varones y mujeres de todos los tiempos por esclarecer con nuestra magra inteligencia la oscuridad física, moral e intelectual que nos envuelve. Podríamos remontar esa búsqueda de la luz hasta el año 500.000 a.C. cuando se descubrió el fuego, y se consiguió domesticarlo para iluminarnos, para calentarnos y para cocinar nuestros alimentos. El fuego nos reunió en torno a la hoguera y ahí nació la conversación y el diálogo. La búsqueda de esclarecimiento, o sea de luz en medio del caos, —con mayor o menor fortuna—, es una constante. Desde este punto de vista la Ilustración no es sólo una época sino una tarea, y no algo ya dado o acabado. Son exactas, a mi juicio las palabras de Reyes Mate: "Gracias a su capacidad autocrítica, la Ilustración es algo más que un episodio histórico con fechas y lugares: es un movimiento o la cultura crítica por excelencia de la emancipación". Ilustración es pensamiento y acción.
La Ilustración, como época, parte de ese punto de decisión, de arranque: "¡sapere aude!" de Kant, la voluntad de no renunciar al propio entendimiento y a sus riesgos. Pero la Ilustración no ha concluido, sigue abierta, es siempre un proceso, algo que está "in fieri". La Ilustración como época es un episodio de la Historia de Occidente, entre dos revoluciones: la inglesa de 1.688 y la francesa de 1.789; es por lo tanto un concepto que queda sometido a una limitación geográfica. Asia, África, Oceanía..., han tenido otros procesos históricos, aunque finalmente la globalización nos ha unido, mal que bien, en un mundo complejo y contradictorio.
Han pasado demasiadas cosas desde 1724 como para ser ilustrados, a secas. Hemos visto demasiadas sombras en el s. XIX (guerras imperiales, colonialismo, trata de esclavos), en el s.XX: dos Guerras Mundiales, el nazismo y Auschwitz, el comunismo y el GULAG, el Holodomor, Hiroshima y la bomba atómica, o en este mismo s.XXI, (el megaterrorismo islamista y el atentado de las Torres Gemelas, la tiránica sumisión de la mujer en Irak e Irán, la guerra de Ucrania, la Guerra de Gaza con miles de víctimas civiles...). Hoy sabemos que ese ideal luminoso de la ilustración no es sincero si no asume también nuestro lado sombrío. Las contradicciones, ambigüedades y aspectos oscuros de lo humano no pueden ser dejados de tener en cuenta porque pueden vengarse cruelmente de nuestras buenas intenciones. Los símbolos de claridad y mesura de la Ilustración, pueden y deben completarse con referencias intuitivas y vitales a otras fuerzas que las de la Razón, comprensivas también de los aspectos inconscientes, simbólicos, poéticos del ser.
En 1965, el filósofo francés Paul Ricoeur estudió a tres autores a los que denominó Maestros de la sospecha, Marx, Nietzsche y Freud, vinculando el pensamiento de los tres, a pesar de sus diferencias, con un leiv motiv compartido: la sospecha de autoengaño en la conciencia de la razón moderna (ilustrada). Ricoeur señala que esos tres autores sospechan que la conciencia del sujeto moderno o ilustrado es, por diferentes motivos, una conciencia falseada, en razón de diversos mecanismos de autoengaño —intereses económicos disfrazados, pulsiones inconscientes, resentimientos reprimidos— que cada uno de esos autores desvela. Ese sujeto que proclama con Kant su autoconciencia y su propia inteligencia como el punto de apoyo de la existencia misma, no es tan fiable como él mismo se piensa. Marx, Nietzsche y Freud sospechan del Yo moderno y de la Razón ilustrada, demasiado segura de sí misma; nos descubren la existencia de condicionantes y pulsiones fuera y dentro de nosotros mismos, de los que no somos o no queremos ser conscientes. Somos aparentemente un Yo, pero no somos un Yo nítido ni pacífico, dentro de ese Yo vivimos en una especie de guerra civil permanente entre luz y oscuridad.
Los Maestros de la Sospecha, sí, sospechan que la sociedad moderna declara, —al menos en el discurso público— una confianza —¿sincera? — en la razón, en el progreso y en la preeminencia de un sujeto inclinado al bien, libre y autónomo pero que se niega a reconocer los condicionantes económicos, culturales, y peor aún los múltiples factores irracionales que nos constituyen, los atavismos colectivos y las regresiones que nos tientan. En este s. XXI seguimos reivindicando como irrenunciable el principio de autonomía humana y el sapere aude¡ que proclamó Kant, pero estos 300 años que conmemoramos nos han dado amargas lecciones que nos obligan a no perder de vista y a vigilar de cerca nuestras inevitables oscuridades.
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